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Los lados oscuros del deporte

En los últimos años el mundo se ha estremecido con noticias acerca de jugadores desplomados en plena competencia. Lamentablemente estos pasajes se han repetido varias ocasiones en el deporte actual. No escapamos al sobrecogimiento ante tan dantescas imágenes y por momentos, nos parecen increíbles.
El número de atletas que han sufrido una muerte súbita en los escenarios competitivos ha aumentado considerablemente en los últimos tres años. La lista sería grande, pero los ejemplos más significativos son el del futbolista camerunés Marc Vivien Foe en la Copa Confederaciones del 2003, el del húngaro Miklos Feher, en un partido del Benfica de la liga portuguesa en enero de 2004, o más recientemente el del brasileño Paulo Sergio de Oliveira (Serginho). También se conocen los casos de varios ciclistas, desde el británico Tom Simpsom en 1965 hasta el caso del belga Johan Serman en febrero de 2004.
Estudios sobre el tema reflejan que las principales causas del repentino fallecimiento en el deporte se deben a miocardiopatías hipertróficas (malformación congénita en uno de los ventrículos del corazón), la rotura aórtica por el síndrome de Marfán (trastorno hereditario que afecta el sistema óseo toráxico y el cardiovascular) y el abuso de sustancias dopantes (cocaína y eritropoyetina), otro mal que continúa azotando al movimiento deportivo mundial.
Después de un análisis funcional del hecho se podría catalogar de inesperada y en gran medida insalvable una muerte por la primera causa referida, debido a que uno de sus síntomas primarios es la muerte súbita. Pero resulta lamentable que una acción de disfrute y esparcimiento como esta se haya visto azotada por dos grandes flagelos muy peligrosos, el profesionalismo y el dopaje.
Competir por dinero convierte la actividad física en una literal “mina de oro”, y a los atletas en autómatas enajenados por un sistema de ganancias que pasa por alto los controles médicos, en los cuales pueden descubrirse los problemas genéticos causantes de la muerte en varios deportistas en activo.
Por su parte, el consumo de sustancias dopantes se ha generalizado en varias disciplinas y ha causado desde grandes escándalos, como el protagonizado por atletas de las Grandes Ligas de béisbol y renombradas figuras del atletismo, hasta la muerte inesperada de encumbrados atletas .
Aunque podría pensarse que los fallecimientos por sobreuso de anabólicos son recientes, la historia asevera lo contrario. En el año 1879 se reportó la primera muerte de un contendiente en plena competición, cuando el ciclista británico Arthur Linton no terminó la carrera entre París y Burdeos. La autopsia arrojó sobredosis de esteroides antes de la justa.
En las primeras olimpiadas de la era moderna (1904), por ejemplo, el maratonista Thomas Hicks estuvo a punto de morir por haber ingerido una mezcla de brandy con estricnina antes de la carrera. A estos se suma el ya mencionado Tom Simpsom, quien no pudo ascender el Mount Ventoux en el Tour de Francia de 1965 a causa de sustancias dopantes.
Pero cada vez los anabólicos son más peligrosos y atentan con facilidad contra la vida de quien los utiliza. El aumento excesivo de los premios en metálico —nadie duda que se ha convertido en una manera eficiente de solventar carencias económicas—, ha logrado que quienes llegan a la actividad deportiva por placer, cambien su mentalidad pronto y no cosechen más que situaciones estresantes hasta el final de su vida.
A favor de pocos y en contra de muchos el deporte es un negocio, y a semejanza del antiguo Coliseo romano, adinerados y dueños de trasnacionales observan, por diversión, lo que los verdaderos protagonistas ven como una necesidad. Los “césares” del músculo pasan, lamentablemente, por alto la muerte de sus gladiadores y aceptan, con mirada complaciente, ampliar los lados oscuros del deporte.

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